Una sociedad más presente tiene mejor salud mental

Últimamente se han hecho cada vez más cotidianas las noticias en que vemos a personas explotando en furia: ya sea por algún problema durante la conducción (un golpe o alguien que se demora un poco más en partir); personas que enrostran sus títulos o posiciones a otros trabajadores, como si ello fuera un argumento válido para ejercer algún tipo de violencia o agresividad; personas que, al toparse con algo que les molesta (como el humo de un cigarro electrónico), reaccionan con desmedida violencia, incluyendo en esto no sólo a ellos mismos, sino que además a su familia, entorno y a quien sea se encontrase cerca. Por otro lado, escuchamos con frecuencia de nuevos suicidios desde edificios conocidos de la ciudad o en el metro, llegando inclusive hasta el punto en que una pareja de ancianos no ve más futuro para sí mismos que el cesar abruptamente su camino recorrido. Están ocurriendo muchas cosas respecto a la salud mental y emocional de las personas y, de alguna forma, esto está pasando desapercibido o solamente como un evento noticioso que ocupa unos minutos de pantalla (u hojas) y nada más.

¿Qué está ocurriendo que el dolor y el sufrimiento de nuestro entorno simplemente “está” y prácticamente se está considerando como algo natural? ¿Qué ha ido ocurriendo con nosotros, que nos sorprendemos pero, una vez pasada la noticia o la hoja del diario, ese hito emocional desaparece del horizonte entre un sinfín de tareas, pendientes y otras actividades?

Desde mi perspectiva, esto tiene una directa relación con dos ámbitos centrales: la saturación mental/neuronal que transitamos a diario, y la falta de educación y desarrollo de inteligencia emocional.

Mentes saturadas, percepciones neutralizadas.

En un estudio de 2013 realizado en la Universidad de Granada, los investigadores Paolo Moretti y Miguel Ángel Muñoz observaron que la actividad neuronal del cerebro se propaga por la red neuronal en base a “avalanchas” de actividad, que oscilan en un rango intermedio entre no ser ni muy breves (la información se perdería) ni muy intensas (lo que sería como un devastador terremoto que no permitiría procesar toda esa información). Así, un equilibrado envío de información permitiría al cerebro estar activo y utilizar su potencial de forma naturalmente desarrollada. Sin embargo, nuestro cotidiano pareciera poner esa capacidad a prueba y saturar nuestros medios con información, por ejemplo, con la hiperconectividad de las redes sociales y smartphones, donde se espera que las personas estén siempre disponibles (social y laboralmente hablando), sumado a las actividades cotidianas que cada uno de nosotros desarrolla. Si a esto agregamos un caudal de noticias e información centrados en las desgracias y males del medio, es muy probable que este exceso de información genere avalanchas cerebrales mucho más allá de ese equilibrio natural que permite nuestro mejor desempeño y capacidad. Estamos saturados no sólo de deberes, tareas e información, sino que además de una fuerte carga emotiva vinculada a éstas que es compleja de procesar.

Analfabetismo emocional: eso que no nos enseñaron en el colegio (ni después).

Toda esta información que recibimos viene vinculada (en menor o mayor medida, según temática y la relación de ésta con nosotros) con una carga emotiva: tensión, ansiedad, disfrute, alegría, miedo, rabia, ternura, etc., diversas son las emociones que se suscitan (y se mezclan, inclusive) ante toda esta información y tareas a realizar. Y en muchas ocasiones no somos conscientes ni entendemos bien qué es lo que nos ocurre con ésto y, siendo ya la cantidad de información a procesar muy elevada, tampoco pareciera “haber tiempo” para poder detenernos a analizar qué está ocurriendo en (y con) nosotros. El resultado de ello es un estado de tensión, estrés y ansiedad flotante al no entender qué ocurre, o en su defecto, un “anestesiamiento emocional”, donde entre la saturación neuronal y la falta de comprensión de qué sentimos, qué sienten los otros, y qué sentimos en conjunto, el resultado se neutraliza y lo hace insensible. En otras palabras, estamos demasiado multiplicados atencionalmente como para siquiera poder darnos cuenta qué ocurre con nosotros, mucho menos darle una interpretación o comprensión.

Mindfulness: Estar presente es más que estar relajado.

En muchos contextos, existe una asociación casi directa de que la práctica de mindfulness es sinónimo de estar relajado, o de que ésta es una técnica de relajación. Si bien el relajo es un efecto muy posible al practicar y entrenarse en mindfulness, este no es el objetivo central ni la clave de las prácticas. De hecho, el relajo que obtenemos desde las prácticas de mindfulness proviene del hecho de detenernos, pausar y calmar esos terremotos neuronales, y prestar atención a aquello que ocurre en nuestro interior de forma abierta y acogedora, sin juzgar ni predisponerse. Esta “pausa” o detención del flujo constante de información que no era observada ni atendida, permite dar el espacio necesario a cada una, descartar aquellas que se arrastraban sin sentido y atender, ahora sí, a aquellas que se presentan ante nosotros y conectan con nuestro ser. Ese soltar, ese detener, tiene como efecto secundario posible el relajo. Pero también permiten ir desarrollando esa alfabetización emocional de aprender qué es lo que sentimos (y pensamos), cuándo, cómo y dónde en nosotros mismos y, a su vez, aprender a descubrirlo (y notarlo) también en los otros. Desde ahí, y con la práctica constante, es que se va haciendo cada vez menos posible el “no notar” qué ocurre con el entorno, con uno y con los otros, el estar atento a prestar una mano de ayuda (o solicitarla, si es requerida) y a recordar que esencialmente somos seres sociales y emocionales antes que racionales o laborales, que lo que ocurre con nuestro entorno nos afecta y a la vez podemos afectarlo, ya sea sumando más carga emocional adversa o desgastada (#sinmindfulness) o estando disponibles para, partiendo de pequeños gestos hacia arriba, poder estar presentes para atender, cuidar y prestar una o más manos, pues la presencia conlleva acción, desarrolla la compasión, y en conjunto, cultivan a su vez una mejor y más sana salud mental personal y colectiva.

Así, una sociedad más mindful, presente y atenta, sin duda se vuelve una sociedad mentalmente más saludable.

Arturo Berger.

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